Días atrás, el anuncio del abandono de la Iglesia Católica Romana por parte de un grupo de monjas Clarisas de los monasterios de Belorado y Orduña se convertía en noticia de portada de casi todos los medios de comunicación. Dichas noticias ponían tristemente de actualidad, una vez más, el rechazo del Concilio Vaticano II y la idea de que, desde el pontificado de Pío XII, hay un sedevacantismo en la cátedra de Pedro, lo cual, de facto, significa la ilegitimidad del papado de Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco.
Vaya por delante que, con estas líneas, no queremos juzgar a nadie, y menos a la Orden de Santa Clara, cuya comunión con la Iglesia está fuera de toda duda, tal y como ha quedado de manifiesto en el comunicado realizado por la Confederación de Clarisas de España y Portugal. Tan sólo, y desde un estricto punto de vista teológico, queremos realizar algunas precisiones sobre uno de los problemas que subyacen en este delicado asunto. Nos referimos a la comprensión del sentido de la tradición, palabra a la que se alude para justificar el rechazo del magisterio del último concilio.
La Iglesia es tradicional y lo es desde su nacimiento. Y es que la Iglesia surge en torno al acontecimiento suscitado por Jesús de Nazaret, en quien sus primeros discípulos (los Doce) reconocieron y confesaron al Hijo de Dios encarnado, Salvador universal. Esta fe eclesial se transmitió a través de una tradición oral que acompañó a la expansión misionera de la Iglesia. Esta tradición contenía la vida y las enseñanzas de Jesucristo (la buena noticia), junto a las primeras vivencias eclesiales asociadas a ellas y sostenidas por el Espíritu. La tradición, por tanto, era el tesoro que la Iglesia debía custodiar para ser fiel a Jesucristo y, al mismo tiempo, a sí misma. En esa tradición se hallaba aquello que Dios Padre, en su hijo Jesucristo y por medio del Espíritu Santo había revelado al Pueblo de Dios con una finalidad salvadora universal. De esta revelación Jesucristo era la clave de bóveda que, a su vez, iluminaba todo cuanto había sido revelado con anterioridad a Israel (AT).
En el proceso de transmisión de esta tradición revelada, el Espíritu inspiró a distintos autores a poner por escrito lo mejor de esa tradición para su mejor conservación y comunicación. De esta manera, la única tradición revelada adoptó también el formato de libro que, a su vez, en cuanto escritura sagrada, se convirtió en el criterio para reconocer la autenticidad de la tradición de la que el propio texto escrito había nacido y gracias a la cual, además, pudo ser reconocido como inspirado. Así pues, escritura y tradición, desde siempre, se retroalimentan y no forman más que un único depósito de la palabra de Dios. No hay que olvidarlo, no son realidades diversas, sino que ambas “brotan del mismo manantial divino, crecen formando una realidad única y tienden al mismo fin” (DV 9).
La Iglesia ha sido, desde el inicio, la encargada de cuidar de esta única revelación (escritura-tradición) sin la cual, por razones obvias, dejaría de ser lo que ella es. La sucesión apostólica, a su vez, es la garantía del mantenimiento de esta fidelidad eclesial a la Palabra de Dios. Esta sucesión se concreta en la persona de los obispos, sucesores de los Doce. Ellos encarnan la función magisterial en la Iglesia.
En este contexto, hay que decir que, si bien es cierto que la revelación de la Palabra de Dios, en su fundamento y contenidos, cesó al término de la época apostólica, igualmente es verdad que su comprensión, por el lado eclesial, sigue abierta. En este sentido, se habla de un progreso de la tradición en la Iglesia bajo el impulso del Espíritu. Este progreso, el Vaticano II lo explica como: crecimiento de la percepción de las cosas y de las palabras transmitidas, ya sea por la contemplación y el estudio de los creyentes, ya sea por la íntima inteligencia que experimentan de las cosas espirituales o por la proclamación de los obispos que han recibido el carisma de la verdad (DV 8). Y es que Dios siempre está más allá de todo lo que ha revelado. No hemos de olvidar que la revelación de Dios, al ir dirigida a los seres humanos, es una revelación humana. Por consiguiente, aunque es la mejor revelación posible, no es una revelación perfecta. Hay siempre para nosotros una distancia entre ella y el objeto revelado. Desde esta óptica, se puede hablar con legitimidad de una tradición vivificadora o de una tradición viva (DV 8). Y este dato es importante, pues la Iglesia ha de custodiar una tradición que constitutivamente (por su tenor histórico-humano) posee vitalidad, hecho que impide que quede atrapada o congelada en un momento dado de la historia de su transmisión. Debido a este peculiar estatuto, la tradición siempre se moverá entre dos polos: su punto de partida y sentido, que es el depósito fundante recibido y que ha de ser mantenido, y su comprensión en cada momento de la vida y de la misión de la Iglesia, que puede progresar.
En efecto, en el transcurso del tiempo y en el cumplimiento de su misión evangelizadora, el magisterio de la Iglesia ha tenido que afrontar el problema de la penetración de la tradición en diferentes contextos y épocas. Eso ha provocado nuevas interpretaciones o maneras de presentar la fe de siempre. Muchas de aquellas fueron acertadas. Otras, sin embargo, equivocadas (herejías). En este proceso, la tradición de la Iglesia mostró siempre su vitalidad a través de una dinámica de discurso de fe inculturado que, cuando fue preciso (contra las herejías), adoptó un tenor dogmático obligatorio. Esto último aconteció, sobre todo, en distintos Concilios que definieron la verdad frente al error y, al hacerlo, desde luego, hicieron progresar fielmente la comprensión de la tradición bajo el impulso del Espíritu.
Así ha sido en la historia de la Iglesia hasta llegar al Vaticano II. Este concilio se sitúa en la misma dinámica que los anteriores. Por tanto, en continuidad con la tradición y el depósito de la fe. Su obra, con su singularidad, ha sido la misma que hizo la Iglesia en otros instantes de la historia. Por tanto, su fidelidad a la tradición recibida y al Espíritu Santo está tan garantizada como la de los concilios de Nicea, Trento o Vaticano I. En todos esos casos, como en el último concilio, se produjo una actualización de la tradición en orden a facilitar su comprensión bajo la guía del mismo Espíritu y en la prolongación de una misma sucesión apostólica.
En suma, esto significa que la tradición de la Iglesia pasa hoy por el Vaticano II con la misma legitimidad que pasó anteriormente por el resto de los sínodos ecuménicos que lo precedieron. El Vaticano II es tradición de la Iglesia. Más aún, es receptor e intérprete de esa tradición, sin menoscabo o ruptura con lo anterior. En este sentido, no es legítimo oponer, en la dirección que sea (por la derecha o por la izquierda), los concilios precedentes al último concilio. Lo mismo hay que decir, claro, sobre la legitimidad de los sucesores de Pedro.
Llegados a este punto hay que afirmar con rotundidad que no es correcto, en nombre de la tradición, rechazar la tradición que la misma Iglesia ha actualizado en un proceso legítimo que expresa la vitalidad de la fe. Además, ¿con qué criterio, quien se sitúa fuera de esa tradición viva, puede garantizar la verdadera fidelidad que desea mantener? Precisamente, la permanencia en la Iglesia (sentir con la Iglesia) y bajo el magisterio de los sucesores de los apóstoles son elementos que, desde siempre, han acompañado y configurado la verdadera tradición.
Así pues, no cabe confundir el carácter tradicional de la Iglesia con el tradicionalismo, fenómeno que se aferra a un momento concreto de la tradición (que, por otra parte, y curiosamente, fue viva en aquel tiempo) para acabar arbitrariamente con su vitalidad, esgrimiendo, para ello, un discurso contradictorio en relación con lo que se pretende defender y, por eso mismo, alejado de la verdad.
Juan Pablo II lo dijo muy bien al acabar el jubileo del año 2000: “con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza”. ¡Y en ese camino estamos!
Texto extraído de la revista Paraula, que publica la Archidiócesis de Valencia.